domingo, 1 de diciembre de 2013

Me cansé de esperar, pero te seguí esperando, y es entonces cuando odio que la esperanza sea siempre la última en abandonarme. Me sé de memoria las excusas que pones para llegar tarde. Luego dices que no tuviste tiempo. No vienes. Yo me quedo con el bote de decepción medio lleno y el bote de helado medio vacío. Aborrezco esa parte de mí que es más tuya que mía, y es que además es la parte más bonita que tengo. Mira que hay precipicios en el mundo, y tuve que ir a parar a ti. Ya no recuerdo cuántos lunares tenías en el cuerpo: ¿12, 10, 8, 6, 4, 2, 1? Es como una cuenta atrás que no termina nada. Creo que eran más, quizá 17, el número de la buena suerte para quien te los esté contando ahora. Si cierro los ojos aún te veo, sentado en aquel banco, de fondo sonaba yo que sé qué canción. No sé a qué estuvimos jugando mientras hacíamos como si fuésemos a salvarnos el uno al otro. Entonces entendí que algunos juegos son más bien guerras mundiales. Y aquella vez afectó a un mundo en el que nosotros éramos los únicos habitantes. Han quedado ruinas -cartas, conversaciones, promesas-. No hay tiritas para esas heridas ni suficientes ojos bonitos en el mundo para olvidar que, los tuyos, tus ojos, fueron los únicos que supieron quedarse en mis cicatrices el tiempo suficiente como para ver más allá de lo que yo nunca supe enseñarle a nadie. No llamaste, entraste directamente y te sentaste a mi lado. Querer no sé si lo hiciste, pero me salvaste más de lo que nadie me había salvado nunca. Y aún me estremezco cuando pienso en esa gente que habla de olvidar como si fuese tan fácil como pasar una página; no ayuda cuando el papel te corta los dedos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario